Observar. Curioso, divertido. Pega, además, hacerlo con The Verve de fondo viendo cómo la gente entra y sale al ritmo de la música, casi a cámara lenta.
Es una de esas mañanas en que el bamboleo del tren hace que simplemente dejes de pensar, como si el vaivén de derecha a izquierda produjese una disolución de los problemas y éstos se evaporaran por rendijas que nadie es capaz de ver. Y entonces te fijas en todo lo que tienes alrededor: señoras que, como ñus, entran a empujones para asegurarse un asiento junto a la puerta más próxima a la salida de su estación; señores con los pantalones teñidos de yeso que van/vienen al/del trabajo. Otros que con el mismo tipo de indumentaria, no lo hacen. Hay también jóvenes con cresta a los que te sorprende ver leyendo el Ars Poética de Horacio, "frikis-gafapasta" leyendo a Asimov y otro tipo de jóvenes que ni saben leer, ni te sorprende. Hay mujeres que se visten como niñas, y niñas con moños imposibles y rayas de khol que se prolongan hasta el hélix de la oreja. Ipods, Ipads, PSPs y otras maquinitas en las que su portador juega al Brain Training o al más clásico Tetris. Tenemos a señores con corbata, chaquetas de tweed adornadas con coderas y pantalones de pinza por cuyo bajo asoman traviesamente unos clásicos calcetines blancos de deporte con dos rayas (una azul y otra roja).
Todos con cara de sueño. Todos con una expresión que dice: hay que ver lo fea que es la gente en el metro por las mañanas.
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